La construcción de instituciones electorales que dotaran de legalidad y legitimidad a los procesos sucesorios en México, hicieran valer el lema nacional del “sufragio efectivo, no reelección” y abrieran la posibilidad de evitar o, en su caso sancionar, el desvío y mal uso de recursos públicos en las campañas y la promoción de los funcionarios públicos, fueron demandas de la oposición a las que las cúpulas del poder opusieron resistencia, pero que, con el paso del tiempo, la organización social, así como bajo las presiones nacionales y extranjeras, no tuvieron más remedio que aceptar.
Las progresivas reformas al entonces Instituto Federal Electoral quitaron el control y buena parte de la influencia del gobierno sobre los procesos electorales, al grado de que tras aprobarse en 1996 las modificaciones a las leyes electorales, propuestas por la oposición de ese entonces, al siguiente año, en la primera elección democrática del jefe de gobierno de la capital de la República, el ganador fue el perredista, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano.
Y en la elección federal del 2000, el PRI tuvo que abandonar Los Pinos, tras muchos sexenios de haber ganado cuestionables y nada creíbles elecciones presidenciales.
Esto sucedió así porque hay más de fondo en la lucha democrática por el poder que simplemente respetar el voto de los ciudadanos.
En la Ciencia Política de los últimos cincuenta o sesenta años hemos investigado los diferentes factores que influyen en los resultados electorales.
Ya he mencionado, en otras ocasiones, los factores de largo y corto plazo, como la ideología o las campañas electorales, respectivamente.
Pero también existen otros: los factores institucionales. Entre ellos, el diseño de los órganos electorales y de las leyes que rigen las contiendas políticas.
El planteamiento básico es que si cambian las leyes y las instituciones, los procesos electorales, a su vez, se verán influidos en el mismo sentido y alcance.
Hasta la reforma de 2014, las iniciativas y propuestas provinieron de las oposiciones. Y con todo y lo criticable que pudieran ser, dieron como resultado la reducción de los conflictos poselectorales, las denuncias de fraudes y sanciones contra quienes hicieron mal uso de recursos públicos.
Claro ejemplo, fue la multa que recibió el PRI por el llamado “Pemexgate”, misma que ascendió a mil millones de pesos.
Aunque no lo reconozcan, ni el presidente ni sus seguidores, las reformas a las leyes electorales, tanto de la fallida propuesta de reforma constitucional, como del famoso “Plan B”, de fondo buscan más allá que la reducción del costo de las elecciones y bajar los sueldos de los consejeros electorales.
La reforma constitucional habría tenido efectos sustantivos para devolver formas de control e influencia al gobierno y el partido mayoritario, abrir la puerta a violaciones a las normas sin que fueran susceptibles de sanciones severas y minimizar las posibilidades de que las minorías de oposición pudieran acceder a cargos de representación, al grado de ser una piedra en el zapato, como lo son hoy por hoy. No lo lograron.
De todas formas, el “Pan B”, busca los mismos propósitos, de menor envergadura, pero los mismos. Treinta años de regresión en la transición a la democracia en México, que se perpetra desde el poder presidencial: Cambiar las leyes, para favorecer al régimen, escudándose en la bandera de la austeridad republicana.
Y para iniciados
Hay quienes afirman que la decisión ya está tomada sobre la persona que encabezará la candidatura de Morena al gobierno de Morelos en 2024. Que le dieron luz verde para trabajar en ese sentido y será validada por la encuesta que se lleve a cabo a finales de este año. Y pudiera ser que sí, pero deben tomar en cuenta que en política no hay nada escrito, que político que no rompe acuerdos no es político y que, diría la sabiduría popular, del plato a la boca se cae la sopa.
La información es PODER!!!